octubre 10, 2024

Dinosaurios y palomas


La lista de las esculturas importantes en espacios públicos de la Ciudad de Buenos Aires es variada. La fuente de Las Nereidas, de Lola Mora, en la Costanera Sur. El pensador, de Rodin, en la Plaza Congreso. Torso masculino desnudo, de Fernando Botero, en el Parque Thays de Palermo, muy cerca de la Floralis Genérica, y sigue. Pero Capital cuenta con obras clave de artistas menos populares en esta época, como el francés Émile Antoine Bourdelle.

Me acordé a propósito de la noticia de la instalación en octubre de una paloma monumental creada por Iván Argote (1983), colombiano radicado en París, en el High Line de Nueva York. La asociación parece caprichosa, entre otras razones, porque Bourdelle fue figura a comienzos del siglo pasado y Argote brilla en el arte contemporáneo. Pero no lo es tanto.

La obra de Argote se titula Dinosaurio. Se trata de una representación colosal e hiperrealista que le encargó la organización High Line Art. El título alude al tamaño y a “los ancestros de las palomas que hace millones de años dominaron el planeta como hacemos los humanos hoy», explicó el autor. “Como ellos, algún día ya no existiremos, pero tal vez un resto de humanidad siga viviendo en las esquinas y los huecos oscuros de mundos futuros”, agregó.

Así que Dinosaurio podría verse como una versión con volumen del tradicional género de las vanitas, esas pinturas en las suelen aparecer calaveras para acorralar a la soberbia y subrayar nuestra fragilidad. Es que evoca extinciones varias, entre ellas, las de las próceres y sus monumentos, o sea, la de aquel mundo de homenajes a personajes ilustres y no tanto en el que trabajó Bourdelle.

Zoom. Monumeto a Carlos María de Alvear, obra maestra de Antoine Bourdelle, en Recoleta. Foto: Martín BonettoZoom. Monumeto a Carlos María de Alvear, obra maestra de Antoine Bourdelle, en Recoleta. Foto: Martín Bonetto

Por entonces, en 1923, a la plaza de Libertador y Alvear, en Recoleta, llegó una figura ecuestre que Bourdelle creó durante una década en Francia y que pocos miran ya. Es el monumento a Carlos María de Alvear, solemne, cierto, pero no hay que dejarse espantar.

El caballo, por ejemplo, se ve macizo y ágil a la vez, y trae ecos de los que pintó el gran Piero della Francesca poco antes del Renacimiento. Geometría sin frialdad.

El protagonista de la obra, encargada por autoridades argentinas, fue militar en la Guerra de la Independencia y segundo Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata en 1815, además de padre de Torcuato, el primer intendente porteño.

Vista. Del  monumento a Carlos María de Alvear, obra maestra de Antoine Bourdelle, en Recoleta. Foto: Martín BonettoVista. Del monumento a Carlos María de Alvear, obra maestra de Antoine Bourdelle, en Recoleta. Foto: Martín Bonetto

Bourdelle fue discípulo de Rodin, padre de la escultura moderna y faro de los vanguardistas. Pero, en ciertos aspectos, superó al maestro. Combinó, como pocos, las influencias naturalistas de los clásicos griegos y la potencia de las emociones que exaltó el expresionismo. Y ayudó a llevar más lejos las rupturas de la modernidad. Él mismo consideró al monumento a Alvear como una de sus obras maestras.

Así que ese trabajo es inmenso no sólo porque mide 5 metros de alto, casi igual que la paloma de Argote (quien supo «cortar» una representación de Cristóbal Colón en pedacitos para pasearla por España).

Uno está tentado a pensar que nada más conecta a estas piezas, salvo otras diferencias. La de Bourdelle es un homenaje y la de Argote, una crítica.

Pero también relaciona a esas obras otra cuestión central: ambas muestran que, cuando la realidad aplasta, el arte te puede dar un respiro, aire, ideas, aunque sobreviva como en un hueco, oscurecido.



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